Presentamos aquí la ponencia de la hermana Zoraida Duque en la Asamblea de los Superiores Mayores de la Conver (30 de abril - 03 de mayo del 2012), cuyo tema es "Abramos espacio en nuestra mesa". Tenemos una invitación a reflexionar sobre las imágenes de Dios que manejamos, para rescatar la verdadera: aquella que nos enseña el mismo Jesús, reflejada en sus palabras y acciones.
Los rostros del Padre
Hna.
Zoraida Duque
Cuenta
una vieja historia de la Biblia que una noche Jacob se echó a dormir en medio
del campo. Como de costumbre iba huyendo, en este caso de su hermano Esaú que
lo perseguía a causa del polémico "lentejas por primogenitura" que
los interesados pueden leer en Gen 25,29-34. El caso es que Jacob se pasaba la
vida escapando y casi sólo cuando era de noche y se echaba a dormir, podía Dios
alcanzarlo. Aquella noche soñó con una escalera que, plantada en la tierra, llegaba
hasta el cielo y por la que subían y bajaban ángeles. Jacob se despertó lleno de estupor y llamó a aquel lugar
"morada de Dios" (Gen 28,10-22). Mucho tiempo después lo encontramos
diciendo: "Soy yo demasiado pequeño para toda la misericordia y fidelidad
que el Señor ha tenido conmigo..."(Gen 32,11): un hombre de "lo
útil" había comprendido el valor de "lo inútil."
Al releer hoy esa historia
podemos quedarnos tan estupefactos como Jacob ante la noticia que la narración
nos comunica: el mundo de Dios y el nuestro están en contacto, la escalera de
la comunicación con El está siempre a nuestro alcance, existen caminos de
acceso a Dios y posibilidad de encontrar su rostro y de acoger sus visitas.
Esto implicó todo un camino de conversión que fue parejo con la historia del
personaje.
Otra narración pintoresca del
Antiguo Testamento nos cuenta que un tal Jonás, de profesión profeta, había
puesto también los pies en polvorosa para escapar de Dios que quería enviarlo a
anunciar salvación a Nínive. Pero Jonás, como buen israelita, aborrecía a los
ninivitas que eran gentuza pagana y no estaba de acuerdo en colaborar con Dios
en el disparate de convertirlos. Así que, en vez de tomar el camino de Nínive,
se embarcó en dirección contraria, rumbo a Tarsis. Pero Jonás no contaba con la
terquedad de Dios ni con la gimkana
de obstáculos que iba a encontrar en su huída: hay una tempestad, los marineros
le tiran al mar y se lo traga un inmenso pez. Y mira por donde, a Jonás el
fugitivo no se le ocurre mejor cosa que hacer en el vientre del pez que ponerse
a rezar. A un Dios que no piensa como yo es mejor huirle.
Y cada uno de nosotros podría
concluir acertadamente: "pues si este tipo encontró a Dios en una
situación semejante, quiere decir que cualquiera de los momentos que yo vivo,
por extraños que resulten, nunca serán tan insólitos como el interior de una
ballena, así que, por lo visto, todos y cada uno de los lugares y situaciones
en que me encuentre: los atascos de la panamericana o de la Valle Coche, el
vagón de metro, la cola del mercado o la cumbre de una montaña, son lugares
aptos y a propósito para encontrar el
rostro de Dios.
Todo parece indicarnos que no
existe ningún lugar, ni situación, "fuera de cobertura" para
encontrarlo, ni existe un determinado modo de ser, de personalidad, de neurosis
que facilite u obstaculice el cara a cara con Dios.
Al hojear las páginas de la
Biblia nos encontramos a unos cansados y agobiados junto a un pozo, a otros en
la orilla del mar preocupados, o en medio del tumulto de la gente curioseando a
ver qué pasa, o en la más absoluta soledad del desierto, o al lado de una tumba
derrumbados por la muerte, o con un niño en brazos experimentando la angustia o
la alegría de la maternidad, o junto al lecho nupcial saboreando el amor, o
rodeados de leones que atacan y agreden, o probando en una y otra fuente de
amor como la samaritana. Expectantes y
vigilantes como la cananea, con miedo a los demonios que acosan a su
hija, con prejuicios o sin ellos… Y desde unas condiciones anímicas a veces
idóneas y muchas veces no tanto: furiosos o agradecidos, en las fronteras de la
increencia, la rebeldía o el escepticismo, lo bendicen o lo increpan desde la
cima de la confianza o el abismo de la desesperación. Todo parece decirnos que
cada quien lo puede encontrar desde su condición humana y su circunstancia de
vida y que el secreto está en conocer y ensanchar las zonas de contacto.
Algunos fracasan porque se empeñan en encontrarlo desde una situación que no es
la suya… Y sólo desde la propia situación podemos concienciar, nombrar, acoger,
tocar y ver el rostro del padre que a cada quien se revela con un nombre
diferente. Nuestras vidas como variados tapices están ante Dios y él sabe mejor
que nadie apreciarlos, valorarlos, acariciar su textura, admirar el revés de su
trama y hasta remendar sus rotos.
Partiendo de nuestras
experiencias, decía Juan Pablo II, las personas tienden a imaginar la divinidad
con rasgos antropomórficos que reflejan su mundo humano. Es preciso, entonces,
tener presente el claroscuro de nuestras experiencias para disipar sombras y
equívocos y hacer que resplandezca la luz, tal como sucedió con los personajes
a los que hemos hecho alusión. Ni Jonás se quedó escondido en la ballena, ni
Moisés desesperado en el desierto, ni la samaritana enconchada en la vida que
llevaba…
Las decepciones que hemos
tenido en nuestra vida, la crisis de autoimagen, la crisis de realismo, las
experiencias importantes de nuestra vida tanto positivas como negativas, han
ido configurando nuestra percepción de Dios. El rostro que tuvo en la infancia
no es el mismo de la adolescencia, ni de la adultez.
Hoy no resulta extraño hablar de la necesidad de
ir purificando la imagen de Dios. En cada fase de la vida, el rostro de Dios va
tomando matices y características que van de la mano con la construcción de la
propia identidad como seres humanos. Como religiosos y religiosas es importante
que entremos en un proceso de reconstrucción de la imagen de Dios, también
desde el carisma que ha ido configurando nuestras vidas, y que nos ha dado
identidad.
Este es un elemento muy importante y que no
siempre consideramos. Nuestros carismas por ejemplo enfatizan algunos aspectos
de la realidad y dejan otros en un segundo plano. El aprendizaje, la asunción
de los rasgos del carisma que son propios de mi congregación le van dando
sentido a unas acciones más que a otras. Pongamos por caso el carisma
franciscano de la pobreza o minoridad que implica una confianza paradójica en
la fuerza de la vulnerabilidad y conciencia de la propia debilidad. El
franciscano aprenderá los rasgos del carisma a medida que vaya realizando
acciones que, aunque son comunes a mucha otra gente, no tienen el mismo sentido
si las hace un jesuita o un salesiano. La acción es la misma, pero para cada
uno de ellos tiene un sentido diferente.
Todos profesamos los valores evangélicos de la
universalidad y la pluralidad, seamos o no de congregaciones misioneras, pero
es evidente que para una religiosa o religioso de una congregación misionera ad
gentes, sus conflictos de diferencias con las personas con las que convive en
la comunidad, tienen una densidad que no existe si estos conflictos se producen
entre hermanas de una congregación cuyo carisma no es estrictamente
misionero.
Hay un número significativo de religiosas que se
sienten comprometidas con la causa de las mujeres desde el valor incondicional
del ser humano como tal y desde la inclusividad igualitaria que implica la
comunidad de Jesús, y en más de un caso tales valores las llevan a adoptar
planteamientos abiertamente feministas o militantes. Para una congregación que,
como las oblatas o las adoratrices se dedican por fuerza del carisma a las
mujeres violentadas y maltratadas, la participación en actividades feministas,
adquiere una densidad mucho mayor que si se trata de otras congregaciones, cuyo
carisma se exprese en la atención misericordiosa hacia las personas físicamente
enfermas.
A través de estas acciones leídas a la luz del
carisma, éste se va interiorizando y haciendo carne de la propia carne. Me
llamó la atención en la semana de trabajo con las junioras que se preparan a
sus votos perpetuos, una cierta dificultad para identificar en cuál vena de su
personalidad el carisma se había hecho carne. En todo esto hay una imagen de
Dios implícita, un rostro que se va
asimilando.
El sentido carismático obra en el yo individual
y colectivo de la congregación, le da connotaciones específicas al rostro de
Dios en esta doble dirección: de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro. La
vivencia del carisma no se adquiere de forma automática, como si estar dentro
de un determinado contexto bastara para ello. En necesaria una lectura
carismática de lo que hacemos.
Es deseable que maduren aquellos rasgos más
infantiles y adolescentes de la imagen de Dios, a la par que pasan a primer
plano aquellas características del Dios de Jesús y de Jesús mismo que impregnan
el carisma. Este cometido es, inevitablemente, una tarea potencialmente rica y
expansiva para la propia espiritualidad, para la propia identidad. Ayuda a ir
construyendo el sentido de todo aquello en lo que la congregación se expresa.
La relación entre imagen de Dios, carisma e
identidad implica tener en cuenta el punto de vista del propio carisma, los
rasgos del Dios de Jesús que nuestros fundadores y fundadoras proponen y que le
dan identidad a nuestra congregación, a los que pertenecemos a ella.
El camino va de la afirmación de la propia
identidad a la afirmación del carisma y en este proceso se va purificando el
rostro de Dios.
Un
aspecto importante en este camino es el trabajo de limpiar y reconstruir la
experiencia de Dios. Hay que aprovechar todo el caudal de nuestra propia
vivencia de fe y de nuestro carisma específico. Para ello es necesario en
primer lugar, realizar una depuración
de los fetiches de Dios que nos
han acompañado a lo largo de nuestra historia para entrar en la relación
gratuita con el Dios de Jesús que nos proponen nuestros fundadores y fundadoras
y que le da identidad a nuestro ser.
DEL FETICHE AL
DIOS DE JESÚS
El
primer paso que debe darse es garantizar que la relación con Dios esté dada en
el encuentro personal con el Dios que Jesús nos reveló y que nuestros
fundadores enfatizaron, y no con imágenes distorsionadas de Él. Cuando se hace
un trabajo personal profundo, y se conoce el barro del que estamos hechos, nos
damos cuenta que a lo largo de nuestra historia personal han surgido, nos han
metido fetiches -falsas imágenes de Dios-. Por eso un primer discernimiento, un
primer acercamiento a la experiencia espiritual, tiene que encaminarse a
verificar si eso que llamamos "Dios", refleja en realidad la imagen
del Dios de Jesús o es una pobre percepción de Dios, producto de nuestra propia
fragilidad humana.
Se
trata de reivindicar el verdadero rostro de Dios, de rescatar la imagen
auténtica de Dios de la multitud de imágenes distorsionadas, fetichistas, que
se han creado de Él.
Vamos
a examinar -sin agotarlas- por supuesto y de manera somera, algunas imágenes de
Dios producto de nuestra historia personal, nuestros miedos, huídas,
compulsiones, los rostros culturales que nos han vendido en la familia, en la
escuela, en la iglesia... y a las que de una u otra manera nos han enseñado a
rendirle culto. Me sirvo de una presentación que preparé en ppt para ayudarnos
a través de las imágenes.
IMÁGENES FALSAS DE DIOS
El dios perfeccionista - dios
con minúscula porque pobre es su realidad- tiene un asidero muy bueno en las
personas a las que les cuesta admitir sus propios errores y los de los demás.
Siempre anteponen el deber al placer a tal punto que ni su cuerpo ni su mente
descansan. Se implican exageradamente en el trabajo hasta poniendo en riesgo su
salud. Los momentos de ocio y de descanso son una pérdida irremediable de
tiempo. En el fondo soy perfeccionista para que no me condenen.
El
fetiche (fetiche porque no es el auténtico rostro) de dios, es implacable con
quienes no llegan a la perfección. Este Dios exige la renuncia y negación de deseos y muestras de afecto. Hay que
evitar las relaciones peligrosas. Dios es el único con el que merece la pena
comunicarse. Se podría expresar así: "Dios es la perfección suma. Me enseña lo que
hay que hacer y se me muestra como camino a imitar. Con El la vida no me
resulta complicada. Yo me esfuerzo por imitarlo y darle gusto. Con El me
comunico mucho mejor que con el resto de la gente." Este Dios
exige obediencia a todas las normas y preceptos. Lo importante es el ejercicio
del no: no hagas, no sientas, no pienses... el sí sólo se conoce como
cumplimiento de normas; el premio es una cuestión de justicia y de méritos
propios.
El dios sádico puede ser el fetiche de
personas que suelen ser desconsideradas y agresivas hacia sí mismos y hacia los demás, tienden a ser dominantes en las
relaciones y humillan a los demás en presencia de otras personas, castigan con
dureza y limitan la autonomía de los otros, no se dan cuenta del dolor que
causan, a menudo consiguen cosas de los demás atemorizando.
Este
es un fetiche que nos aplasta- un dios que nos exige cosas que cuesten, cosas
que sangren, cosas que duelan, que nos hace sentir, creer y decir, por principio,
"mientras más difícil sea, ¡más signo es de dios!".
El dios
negociante, exitoso -siempre en minúscula-, un fetiche que exige
obras, que exige cultivar la imagen, que es alguien que puede comerciarse. Por
eso la relación con ese dios se torna mercantilista: "te hago para que me des"...
Es propio en personas
que fueron más valoradas por el hacer que el ser, se movieron en la dinámica de
que mientras más cosas haga por los demás mayores recompensas voy a obtener.
El dios personalista e
intimista -continuamos con minúscula- un fetiche
hecho a nuestra pobre medida. Es el dios de mi propiedad, a quien manejo: lo
hago a "mi imagen y semejanza", para mí; es un dios exclusivo
porque es de mi propiedad.
Son
personas individualistas, muy en lo suyo, que aman en exceso lo propio, muy de
clausura y capillismo, hay una cierta dificultad para convivir con las
diferencias.
El dios
manipulable, abarcable -en minúscula porque es muy
pequeño- un dios a quien se le puede manipular con ciertos ritos, oraciones o
conocimientos esotéricos, a quien se le conoce en los libros, en el saber, en
el entender lógico.
Las
personalidades manipuladoras intentan recrear todo a su alrededor a su gusto y
semejanza, su visión de mundo y de la realidad es la única aceptable.
El dios
juez implacable -en minúscula por su mezquindad- un
dios que está listo para juzgamos y castigarnos, sobre todo, en lo que respecta
a nuestro cuerpo y nuestra sexualidad.
Este
fetiche se adecúa a personas rígidas consigo mismas y con los demás, que han
recibido una educación severa, muy exigente.
El dios
hedonista -un dios del puro placer, un dios
facilitón-. El dios del niño, que es imagen de sus proyecciones y de sus
miedos. El dios de la sola resurrección, que no pasa por la muerte, que no
quiere ver el sufrimiento, que no asume las consecuencias del compromiso.
En una
sociedad del usa y bota, de relativismo exacerbado, de “hoy me siento bien y me
quedo, pero no se qué pasará mañana”, asumir a largo plazo es muy difícil. El
hedonista confunde felicidad con placer y huída del dolor.
El dios
todopoderoso. Un dios que se confunde con el poder, que se
coloca en la prepotencia y que entonces nos arma los mayores embrollos: no
podemos explicamos ni entender, ni aceptar el mal ni el dolor frente a ese
fetiche, haciéndolo responsable de las consecuencias del mal en el mundo, y de
las consecuencias de la acción libre del ser humano en contra de sí mismo.
A este
dios le debemos muchos favores desde la
infancia y también muchas decepciones.
El dios de
la falsa conciliación y de la falsa paz -en
minúscula por su cobardía- un dios de una paz, por ejemplo, sin justicia. Un
dios que no exige la radicalidad del compromiso, sino el "bienestar"
sin conflicto.
Con
este fetiche se identifican las personas que huyen de los conflictos, para
quienes todo tiene que estar en perfecta armonía. “Yo estoy bien, tu estás bien”
Antes de continuar con el rostro de Dios que Jesús
nos reveló hacemos un alto y nos
preguntamos:
¿Cuál de estos fetiches u otro pertenece más a mi
propia realidad?
¿Cuáles observo en mis hermanos y hermanas de
congregación?
¿Cuáles han sido los más “vendidos” por la Iglesia,
la Sociedad, la Familia…?
¿Cuáles practicamos?
¿Cuáles comunicamos?
Todas
estas imágenes fetichistas exigen que el primer trabajo de discernimiento sea
descubrir si se está o no se está hablando del Dios que Jesús reveló; si es el
Dios -¡ahora sí, siempre con mayúscula!- que se parece a Aquél con el que Jesús
mantuvo su relación filial. “Muéstranos al Padre”, le dijo un día Felipe. Te lo
he mostrado con sus mil rostros y todavía no los has distinguido. “Quien me ve
a mi, ve al Padre”.
Jesús
era consciente de lo que llevamos como producto de nuestras historias y
aprendizajes y de la necesidad de un constante camino de conversión, pues Él
mismo lo experimentó.
En
la múltiple riqueza que nos ofrecen los Evangelios, espigamos sólo algunos de
los rostros del Padre que Jesús nos deja.
EL DIOS DE JESÚS
El
Dios de Jesús es
el Padre de la alegre misericordia como
lo encontramos en el Hijo Pródigo (Lc15, 11-22); El Dios que celebra el perdón
con la fiesta; el Dios que le interesa nuestro corazón y no tanto nuestras
acciones, el Dios que no nos pide la perfección sino la apertura a su modo
diferente.
Algo
que me ha quedado difícil entender siempre es porqué si Jesús acostumbraba
celebrar el perdón y el arrepentimiento con un carácter tan festivo, la Iglesia,
en el sacramento de la reconciliación, propone primero una “penitencia”, un
“castiguito” por lo que hemos hecho. Esto tal vez refleja nuestro modo muy
humano de pensar. El Padre no le da al muchacho “su merecido”, todo lo
contrario, le organiza una fiesta. El que le quiere dar su merecido es el
hermano mayor. A Zaqueo lo invita a una comilona, no permite ningún tipo de
agresión con la adúltera, a los que llegan de últimos a trabajar les ofrece lo
mismo que a los primeros. Cuánto camino de conversión necesitamos todavía para
pasar de la penitente a la alegre misericordia.
El
Dios de Jesús es el Padre del amor
incondicional que nos quiere por lo que somos y no por lo que
hacemos; el Dios que nos busca más, precisamente cuando hemos estado más
alejados de lo que nosotros hemos captado como “su camino”. El Dios que
nos ha querido cuando aún éramos pecadores(as) (Rm 5, 8) Y nos ama y nos
prefiere justo por ello (Mc 2, 16-17).
El
Dios de Jesús es el Padre de la
gratuidad. Es la palabra que quizás, lo representa más. Todo en
Él es gratuito. No se le compra con nada, no se nos vende por nada. Todo en Él,
todo Él, es regalo, puro don que no exige trueques ni recompensas (Mc10,45).
El
Dios de Jesús es
el Padre del Reino, es
decir, de un proyecto histórico suyo para con la humanidad; proyecto que
implica la paz, la justicia, la concordia, la solidaridad, la igualdad, el
respeto entre todas las personas y el equilibrio con el universo. Es un
proyecto que comienza ahora y termina en Dios también. Es el Dios que se
encarna en cada uno pero sigue siendo radicalmente Otro (Mt 25, 31-46).
El
Dios de Jesús es
el Padre que se experimenta, es
decir,
se le conoce y se le comprende desde la experiencia y el encuentro con Jesús, y
no tanto desde el conocimiento (Jn 14,8-9). No hay pasos ni gradaciones en su
comprensión. La clave exegética para estar en su sombra es el reconocimiento de
nuestra condición de limitados y de pecadores, de pobres y de necesitados. Esta
es la condición de su experiencia (Mt 11,25).
El
Dios de Jesús es
el Padre de la
libertad (Gal 5,5) y la confianza, que apuesta por nuestra libertad y nos insta a ser
libres (Jn 8, 31-36). Nos pone el amor como único criterio normativo. Es un
Dios que pone el amor sobre la ley, la misericordia sobre la justicia. Es un
Dios que nos invita a soltarnos y dejamos llevar por Él (Mt 6, 24-34).
El
Dios de Jesús es el Padre de la Pascua, nos
enseña algo radicalmente nuevo: que si el grano de trigo no muere no da fruto
(Jn 12, 23-24). Da sentido al saber entregarse hasta el fondo: la muerte que
genera vida (Jn 12, 25- 26).
El
Dios de Jesús es el Padre encarnado,"en-tierrado" que escoge lo débil, lo pobre, lo
pequeño como primer canal de revelación: la encarnación antes que cualquier
otra formulación teofánica (Jn1, 14).
El
Dios de Jesús es el Dios de la esperanza, es
quien provoca en nosotros la capacidad de creer y de esperar, que hace posible
que colaboremos en la movilización de la historia...
Nos
preguntamos entonces "¿a quién busco, a dios o a Dios?" así,
entre minúscula y mayúscula.
¿Qué
experiencias me han ayudado a evolucionar del dios fetiche al Dios de Jesús?
¿Cuáles rasgos del Dios de Jesús tienen en mí mayor fuerza?
¿Cuáles
menos?
¿Cuáles
son los rasgos del Dios de Jesús propios de mi carisma?
¿Cuáles
debemos potenciar más en la Venezuela de hoy?
DEPURACIÓN DE
LOS FETICHES
Limpiar
y reconstruir la experiencia de Dios, implica hacer experiencia de encuentro
personal con el Dios de Jesús, depurar los propios fetiches de dios, descubrir
los fetiches larvados de dios, en los entresijos de la propia personalidad.
¿Cómo
desenmascarar los fetiches?
No
podemos suponer que porque alguien maneje una teología adecuada sea ella la
base de la experiencia espiritual o sea el marco de referencia del crecimiento
personal. Partimos del hecho de que se puede manejar un discurso teológico
correcto, bien fundamentado sobre Dios, pero vivir,-y lo que es peor- padecer el peso de sus fetiches.
Estos
fetiches brotan de las compulsiones que generan los miedos personales, e
impiden tener una relación cara a cara con el Dios que reveló Jesús.
Están
como larvas ocultas en las entrañas de nuestra personalidad y, de ordinario,
generan pesos indecibles, pues nos mantienen en el miedo y en la falta de
libertad. Por esto, es necesario desenmascararlos, pues los fetiches, por
principio, no se presentan descaradamente, sino encubiertos, camuflados, con
una gran armadura de supuesta veracidad; más aún en una persona con una
"cultura religiosa" elevada.
Los
propios fetiches nacen de las compulsiones, y son fomentados por movimientos e
instituciones socio-culturales y políticas. Es necesario depurarlos,
desenmascarados y trabajados.
¿Cómo
trabajar los fetiches?
Una
vez reconocidos los fetiches (por medio de las compulsiones o de la experiencia
de la culpa), hay que realizar un trabajo de “desmontaje” de ese fetiche
que se apoya en las compulsiones y en las experiencias -sobre todo tempranas-
que las personas han vivido. Este trabajo tiene un componente psicológico:
drenar heridas, desactivar compulsiones, por una parte, pero por otra, debe
darse un trabajo teológico que verifique que en realidad los nuevos conceptos
de Dios están fundamentados en el Dios que nos reveló Jesús.
En
síntesis, los cinco pasos que deben seguirse para limpiar y reconstruir la
experiencia de Dios, y pasar del dios fetiche al Dios de Jesús, son:
1.
Tener claridad -por lo menos teórica- sobre cuáles son las manifestaciones del
dios fetiche y cuáles los rasgos típicos del Dios de Jesús.
2.
Reconocer los propios fetiches de dios:
-
el inherente a mi compulsión
-los
que he recibido culturalmente, o de estereotipos sociales como del Dios varón,
el patriarcalismo eclesial.
-3.
Entrar en proceso de sanación personal: trabajar la herida, los miedos, las
compulsiones.
4.
Hacer el trabajo del descubrimiento del Manantial y del Agua Viva, y allí
ubicarse en el umbral de la experiencia con el Dios de Jesús.
5.
Favorecer una experiencia personal con el Dios de Jesús: desmontar
racionalmente los concepto equívocos de Dios y, paralelamente, tener una experiencia
personal de encuentro con el Dios de Jesús que le da vida y sentido a nuestro
carisma.
Estos
cinco pasos, tienen una cierta secuencialidad, es decir, no se dan
completamente aislados unos de otros, sino en forma entrelazada; haciendo
determinados énfasis en algunos momentos, pero siempre en forma incluyente
-explícita
o implícitamente-.
BIBLIOGRAFIA CONSULTADA
·
Aleixandre
Dolores, Contactar con Dios
·
Juan
Pablo II, el rostro de Dios Padre, anhelo del hombre
·
Cabarrús
Carlos Rafael, Cuaderno de bitácora, para acompañar caminantes, guía
psico-histórico-espiritual, 2ª edición
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