Una de las figuras por la que se distingue el ministerio de todo
sacerdote es la mediación. Desde tiempos antiquísimos, el sacerdote está
llamado a ser mediador entre la divinidad y los seres humanos. Para ello, sobre
todo en lo referente al culto divino ofrece los sacrificios que permiten dar un
sentido de unidad al oferente con Dios. Para expresar mejor esta cualidad del
ministerio sacerdotal, también se suele hablar del sacerdocio como un puente
tendido entre Dios y la humanidad.
La reflexión bíblica y cristiana, en esta misma línea, suele identificar
al Sacerdote como Pontífice. Así, Jesús es el Sumo Pontífice. ¿Qué significa
esto? En la antigüedad, los puentes más importantes y que revestían un carácter
estratégico solían tener un responsable que los cuidaba, los mantenía y,
también los hacía. Esa era la función del que era llamado pontífice. Los
autores sagrados y, posteriormente, los Padres de la Iglesia le fueron dando a
Jesucristo, el Sumo Sacerdote de la nueva alianza, la identificación de
Pontífice. Quizás, por muchos y variados motivos, esta nomenclatura sacerdotal
fue quedándose sólo para los Obispos y, de manera especial para el santo Padre,
a quien también se le conoce como Sumo Pontífice.
Pero, todo sacerdote que recibe la ordenación y es configurado a Cristo
Sacerdote, se convierte en un pontífice. No con el sentido que se le ha dado
posteriormente en el tiempo, sino con el que le da la intencionalidad bíblica y
de los primeros pensadores del cristianismo. Es lógico, porque se está también
configurando a Cristo Pontífice de nuestras vidas.
Como Pontífice, Jesús es un constructor del puente que une al Padre Dios
con la humanidad. Además custodia que las dos orillas, la del Padre y la de la
humanidad, no sólo estén bien fuertes, sino que puedan sostener el pavimento
que las une. Para ello, no sólo es constructor, sino quien se ocupa del
mantenimiento y de la protección de ese puente. Pero, a la vez, hay otra
característica que tiene ese puente, que involucra también la existencia del
sacerdote: se convierte en el pavimento por el cual transitan los hombres que
van hacia el encuentro con Dios. No en vano Jesús se presenta como Camino.
Camino con un pavimento que permite el buen y seguro caminar hacia la
meta. Pavimento que debe soportar las duras pisadas de quienes por él
transitan.
Así, entonces, se cumple la función mediadora del sacerdocio de Jesús.
Une las dos orillas, permite el paso desde la humanidad hasta Dios, aligera el
paso, es inconmovible, porque su fuerza soporta todo tipo de pIsada. Así, el
Sumo Pontífice logra el objetivo de su misión: que la humanidad alcance la
salvación, prometida por Dios Padre.
Por la imposición de las manos y la oración de consagración, todo presbítero se convierte en un pontífice. Es decir, se convierte en el hacedor de puentes, para unir a los seres humanos con el Dios de la vida; más aún, no sólo es hacedor de dicho puente, sino que también recibe la función de cuidarlo, mantenerlo y hacer posible que la gente transite por él. Pero, no se queda sólo en ello: al igual que Cristo, el sacerdote se convierte en un puente por el cual deberán transitar muchas personas en su peregrinaje hacia el encuentro definitivo con Dios. Es puente que une, es puente cuyo pavimento es la propia existencia e identidad del sacerdote. Es puente con todas las consecuencias que ello conlleva.
En el ejercicio de su ministerio, el sacerdote debe ser consciente de
que es un puente. Esto requiere, entre otras, tres actitudes irrenunciables: la
humildad, para saberse menos que los demás para ser los primeros en servir; es
decir para permitir que por ser puente, la gente llegue hasta la meta. Un
sacerdote que no sea humilde podrá brillar en muchas cosas, pero le faltará el
coraje para unir a Dios con la humanidad. En segundo lugar, la disponibilidad,
que siempre va acompañada con la generosidad: con esta actitud el sacerdote
permite que todos sean capaces de pasar por el puente de su ministerio de
mediación. No discriminará a nadie y hará fácil el peregrinaje de todos. Y una
tercera actitud es la de la comunión con Cristo, en cuyo nombre debe ejercer su
ministerio. Comunión que encierra la unidad con toda la Iglesia, su Obispo y el
presbiterio. Si no hay esa conciencia de comunión con Cristo, el sacerdote
corre el riesgo de terminar siendo un buen profesional, pero nunca un puente o
un mediador entre Dios y la humanidad. Todas estas tres actitudes se
podrá vivir si hay la caridad o el amor del buen Pastor, a quien se
configura y en cuyo nombre debe servir a los demás.
En minutos, estaremos presenciando la obra maravillosa de Dios que
cambia la vida de este joven diácono. Lo va a convertir en puente para que la
gente pueda llegar hasta Dios; lo hará pontífice para cuidar las orillas, el
pavimento y la seguridad de ese puente. Nos corresponde a nosotros orar por él:
para ello pidámosle a Dios que lo haga fiel ministro y no se deje seducir por
los criterios del mundo; antes bien sea capaz de transparentar por el
testimonio de su vida y ministerio sacerdotal el rostro de Cristo, Sumo
Pontífice de nuestras vidas.
Querido Hijo:
Estás llamado a desgastar tu vida por los demás. Has recibido la
vocación de ser puente, así como la de ser pontífice. Ambas realidades se
encuentran dentro del sacramento que estás recibiendo. Sólo con sencillez,
humildad y decisión podrás ejercer este trabajo que Dios te pide. No te estás
convirtiendo en un funcionario, como tampoco estás recibiendo un encargo para estar
por encima de los demás. Estás consagrándote para ser servidor: como tal debes
cuidar de los tuyos, de la salvación de los demás…. Sin sacar provecho, pero
haciendo que ellos alcancen sí provecho de tu ministerio, el beneficio de la
salvación.
No sientas miedo ni vergüenza de ser puente. Ni creas que por ser
pontífice, cuidador y hacedor de puentes, eres importante o estás en posiciones
superiores. No. Estás llamado a cuidar del puente que une a Dios con la
humanidad. Estás llamado a ser el pavimento por donde caminen muchos, aún con
cargas pesadas. Ese pavimento debe tener la fuerza de tu amor pastoral, vivida
en la pobreza evangélica, en el celibato y en la obediencia, con toda humildad
y sencillez.
Para ello, se te da la gracia del sacramento. María, Madre del Sumo
Sacerdote, te acompañe con su maternal protección, y puedas así ser ejemplo de
servicio, fe y amor para todos, Amén.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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